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Todos coinciden en que quieren dejar la droga y que ?depende de uno mismo?. Pero piden que los ayuden.
9 DE Abril 2012 - 10:24
Algunos la catalogaron como una “droga de exterminio”. El “paco” habría ingresado a Salta por primera vez en el 2001 y fue solo cuestión de tiempo para que se hiciera camino por los barrios de la provincia.
Hoy la mayoría de las sentencias judiciales locales, el 45%, tienen que ver con el tráfico de la “pasta base”, según el Primer Estudio de Diagnóstico sobre Narcotráfico.
Todos los días los medios reflejan la problemática que parece volverse cotidiana y rutinaria en nuestra sociedad, a pesar de las secuelas imborrables que deja a su paso. Pero atrás de las cifras hay miles de personas, muchas de ellas de los sectores más vulnerables de la sociedad, que sufren o conviven con esa realidad.
Esta vez, los que hablan son los consumidores. “Pido que nos ayuden. Nosotros nos queremos rescatar, queremos cambiar. No queremos llevar esta vida”, le dijeron a El Tribuno.
Todavía quedan algunas horas de luz en uno de los barrios humildes de Orán, a 15 cuadras del centro. Un grupo de entre seis y ocho chicos, apenas mayores de 18 años, no se oculta para llenar sus pipas caseras de paco y fumar hasta que la necesidad los empuje de nuevo a comprar la droga que, según ellos mismos admiten, los está matando.
En los cables de luz cuelgan zapatillas atadas de los cordones.
Un arbusto que hace de cerco natural de una vivienda sirve de refugio. La calle es de tierra, no hay veredas, solo pasto y basura desparramada. Por el frente una chiquita vuelve a su casa con la típica bolsa de los mandados. Pasa una moto de poca cilindrada y los chicos le gritan algo.
“Tamos quemando vieja”, dice el menos tímido, que lleva una remera suplente trucha del Real Madrid y unos pantalones deportivos arremangados hasta la mitad de la canilla. Le faltan dos dientes de adelante y tiene las manos manchadas de una resina negra que les deja el “paco”.
Dice que dejó el colegio porque lo echaron. “Yo fui hasta séptimo grado”, dice otro que está sin remera y que acaba de cumplir 20 años.
“Acá no hay trabajo. Ya he dicho basta de todo y me he venido para abajo. Perdí muchas cosas ya”, dice el de la camiseta de fútbol y mueve la mano para abajo como un avión imaginario en caída libre que se termina estallando contra el suelo.
“Algo hay que hacer. Esta mañana fui a buscar leña para vender”, agrega uno que estaba sin remera pero que luego se puso una blanca. Dos chicos que se tapaban la cara con la remera se separan del grupo. “Eh papito! Vení chango”, les grita uno. “Te voy hacer cagar”, se sumó el de la remera suplente falsificada, pero al segundo todos volvieron a la charla.
Mientras tanto, a un metro de ahí, otro fuma pasta base acurrucado en un hueco del arbusto.
Los chicos usan algunos apodos para referirse al grupo de amigos, que comparten su adicción y varias horas del día: “Los pibes chorros”, “Los cachibaches” y “Los reyes del atraco”, se auto-denominan.
Un chico con dos aritos en la misma oreja, que cada tanto se sube la remera hasta la mitad de la panza, rápidamente corta las bromas. “Falta el mata chorros. El gil ese mata a los pibes. Ese es el transa. Nos vende la droga y nos mata, por eso es el mata chorros”, arroja. Enseguida algo parece encenderse en sus compañeros. “Vende y nos está matando a todos. Uno ya sabe, pero también se da cuenta que cada día te vas matando ¿has visto? Pero uno sigue nomás, porque uno es terco, pero uno sabe que te mata. Encima es riquísimo loco”, agrega el chango del Real Madrid.
“En el barrio Caballito ha muerto uno. Es la droga más peligrosa”, se suma serio uno que escapó de su rehabilitación.
“Si vos fumás no te metás en esto loco”, recomienda el más adulto. “Todos queremos rescatarnos. Pido que nos ayuden. Nosotros nos queremos rescatar, queremos cambiar. No queremos llevar esta vida”, ruega el de los aritos, que también perdió algunos dientes por fumar la droga. “Esto no es vida. Mire como ando! Todo croto. Esto no es vida”, agrega el del Madrid. “No queremos esto para el futuro de nuestros hijos”, opina por primera vez un changuito que dice tener 17 años. Lleva una gorra mal puesta y la remera a media panza exhibiendo parte de sus calzones. En el antebrazo se le notan 11 cicatrices y en la mano tatuados cinco puntos negros, al mejor estilo tumbero. “Es difícil salir, no puedo”, dice.