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Por Francisco Sotelo, El Tribuno
23 DE Marzo 2013 - 22:24
La elección del padre Jorge Bergoglio, el jesuita de Flores y de San Lorenzo, ahora papa Francisco, tan parecido a los sesentistas Juan XXIII y Paulo VI, ya tuvo un efecto en la cultura argentina: el desenmascaramiento de Horacio Verbitsky.
No se trata de una anécdota acerca de una persona, sino de la demolición del periodismo entendido como extorsión, del pasado trágico utilizado como relleno del vacío ideológico, de los derechos humanos como propiedad intelectual de organizaciones anacrónicas y, sobre todo, de los que Perón llamaba “los sabios tontos”.
La Argentina está enferma de pasado.
Enferma, porque una supuesta memoria, la memoria subjetiva, emocional, condicionada por el dolor y por los intereses mezquinos, reemplazó a la verdadera memoria de los pueblos, constituida por la Historia y por la Justicia.
El oficio de acusar
Verbitsky es el referente de todas estas construcciones cuya banalidad se ha desnudado. Su eficacia verbal de inquisidor aficionado no pudo con la contundencia de la Iglesia, que se mueve con la sabiduría del tiempo.
El viernes 15 de marzo, un comunicado de Roma y el testimonio de una de las víctimas de la dictadura decretaron el final de la credibilidad de un hombre persuasivo pero falaz. Pero, además, eliminaron de las bibliografías serias a una enorme cantidad de libros firmados a repetición por Verbitsky con los que pretendió convertirse en historiador de la Iglesia argentina. Y censor moral del país.
De su obra, solo perdurará un tratado sobre el poderío aéreo de los argentinos, que escribió en 1979 para el comodoro Ricardo Giraldes. No es serio acusar de colaboracionismo a alguien solo por un indicio, pero los intelectuales de Carta Abierta saben mejor que nadie lo que fue el terrorismo de Estado: el aparato genocida no hubiera permitido semejante asociación; a Giraldes lo hubieran ejecutado sin piedad; y si lo atrapaban, al escritor fantasma.
La Fuerza Aérea también participó en el terrorismo de Estado. No es creíble, ni compatible con lo que sucedía en esos años, que un dirigente encumbrado de la Tendencia pudiera ganarse la vida escribiendo libros para uniformados y en el territorio argentino.
La explicación está pendiente.
El pseudo historiador
Que Verbitsky haya logrado ocupar un lugar destacado en la reconstrucción de nuestro pasado inmediato es otra muestra de la endeblez de la cultura argentina.
Muchos intelectuales disienten del pensamiento de Bergoglio, pero saben diferenciar entre eso y la acusación de “buchón”.
Los últimos balbuceos del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, máximo referente de Carta Abierta, no son más que indicios de desconcierto y, también, de impudicia intelectual. Cuesta creer que este sociólogo se haya avenido a funcionar como partener de Verbitsky sin percibir que la realidad y los valores corren por caminos muy alejados de las columnas que este escribe los domingos.
Es el desconcierto que nace del surgimiento del Papa argentino, la gran derrota de El Perro.
No se trata, en este caso, sobre la simpatía o la adhesión que merezca Bergoglio. Se trata de la realidad. Claramente, entre el peronismo revolucionario del que participó González y el peronismo peronista de Bergoglio hay un precipicio. Bergoglio nunca aceptó ninguna forma de violencia y no compartió esa divisoria sangrienta de aguas que se trazó con el enfrentamiento de Ezeiza y el asesinato de José Ignacio Rucci. Esa distancia está clara, porque siempre lo estuvo.
No es cierto, y eso lo sabe González, que los que pensaban que la violencia de ERP y Montoneros era mesiánica necesariamente hayan apoyado al terrorismo de Estado.
Por eso resulta hipócrita que este sociólogo domesticado por Verbitsky y que vivió en el exterior durante las dictaduras de Onganía y de Videla, diga, como dijo, que Bergoglio hizo poco por los desaparecidos. Es hipócrita y necio, porque en esa afirmación involucra a infinidad de sexagenarios que hoy ocupan sitios de poder y que tampoco hicieron nada.
El, por lo pronto, se escapó gracias a sus privilegios de clase. Verbistky aún tiene que explicarlo. Acá quedaron infinidad de militantes que sufrieron la indefensión en que los dejaron los líderes. Algunos, a manos de la Fuerza Aérea, donde revistaba Giraldes, el empleador del columnista.
Es que el terrorismo de Estado fue algo muy serio: al que levantaba la cabeza lo mataban. Eso es lo que una generación entera de supuestos herederos de la revolución abortada hace cuatro décadas no entienden.
La calumnia
La acusación de Verbitsky contra el entonces cardenal Bergoglio se hizo pública en 2004; es evidente que el redactor buscaba congraciarse con Néstor Kirchner y, de paso, influir en el expresidente.
La sola lectura de ese texto demuestra que se toma una discrepancia interna de la orden para convertirla en una calumnia.
Es el mismo método -característico de los servicios de inteligencia- que utilizó para condicionar a los senadores que rechazaban las retenciones a la soja en 2008: Verbitsky no dudó en acusar al santiagueño Emilio Rached de un homicidio nunca probado, pasando por alto la conversión al kirchnerismo, nada menos, que de Ramón Saadi.
El golpe de la Iglesia, esta vez, fue lapidario.
El comunicado vaticano fulminó para siempre la bibliografía de Verbitsky, que ningún historiador serio considera Historia.
Y no se puede decir que no le dieron tiempo ni que usaron malas artes.
El testimonio del padre Francisco Jalics fue demoledor y terrible. El religioso dejó en claro que sus diferencias con Bergoglio fueron internas de la Iglesia. Hay que ser muy cínico para sostener, como hacen ahora los que tratan de salvar a Verbitsky del naufragio, que el entonces provincial jesuita podía proteger del terrorismo de Estado a dos religiosos que vivían en una villa miseria y que fueron denunciados por una catequista secuestrada y torturada.
Lo máximo que podía hacer era sacarlos del país. Es lo que les propuso y que ellos recién aceptaron cuando salieron en libertad.
Todos sabemos hoy que el actual Papa tuvo el coraje de plantear la situación a Videla y a Massera. ¿Alguno de sus detractores lo hizo? Sin embargo, Horacio González y otros voceros de una cantera reaccionaria disfrazada de progresismo le reprochan “no haber denunciado nada”.
Jalics y Orlando Yorio, las víctimas, salieron en libertad después de seis meses de martirio. El único que intercedió por ellas fue el supuesto delator.
La infamia, en este caso, no está solo en la calumnia, sino en la tergiversación intencionada de la historia.
Nuestro país está enfermo de pasado, porque pocos asumen ese pasado en plenitud. Después de treinta años de democracia, ningún presidente logró que se abran los verdaderos archivos del genocidio, en manos del Estado. En 1983 era imposible, debido al poder real de los militares. Hoy, ese silencio obedece a la falta de voluntad, o al temor de que esos archivos sean una Caja de Pandora.
La izquierda, a su vez, se niega a debatir sobre el rol de las organizaciones armadas y la violencia que impregnó la vida de los argentinos desde el bombardeo a Plaza de Mayo hasta el triunfo de Raúl Alfonsín.
Probablemente, empiece ahora el tiempo del sinceramiento.