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Raúl Bejarano es tapicero de autos viejos. Trabaja con su hijo y su nieto. Rodolfo Andrade, ordeña y vende leche. Adolfo Zottos tiene una sombrerería.
31 DE Marzo 2013 - 14:45
Señores que pasaban por las calles ofreciendo afilar las tijeras, vendiendo un vasito de leche (recién ordeñada), y el colchonero, quien ponía en condiciones la lana de los pesados colchones para un descanso más placentero. Otros que se dedicaban a la orfebrería, las viejas tintorerías o a herrar a los caballos en el campo. Qué pocos quedan! Los oficios, de a poco, se han vuelto actividades casi extintas, sobretodo en la ciudad. Pero todavía existen y, para los más nostálgicos, las tareas que realizan le dan al paisaje urbano ese tinte antiguo, como viejas postales que rememoran otra época.
Raúl Bejarano, Adolfo Zottos y Rodolfo Andrade tienen grandes historias para contar. Ellos dedicaron la vida a sus oficios. Raúl tiene una pasión: los autos viejos y desde chico aprendió un oficio, el de tapicero, que le permite estar casi todo el día trabajando en ello. Adolfo aprendió a hacer sombreros de la mano del italiano Primo Sagrispanti “el mago de los sombreros”. Tiene un negocio en donde los confecciona, los plancha y los limpia. Rodolfo es lechero en Cerrillos. Todos lo conocen. Trabaja de lunes a lunes y cada jornada comienza a las 3 o 4 de la mañana en una finca, con sus vacas. Los tres tienen palabras amorosas para hablar de lo que hacen y coinciden en mucho más que haber pasado años viviendo de hacer lo que más les gusta. Coinciden también en que para dedicarse a un oficio hay que esforzarse y en que jamás dudaron del trabajo que ellos tuvieron la suerte de elegir.
El señor de los sombreros
Hace varias décadas la gente de ciudad acostumbraba a usar sombrero. Ahora eso es algo casi exclusivo de la gente del campo. Así que el panorama laboral ha cambiado para Adolfo Zottos, un señor de 81 años que fabrica y limpia sombreros en el centro de Salta, hace casi 70 años.
“El sombrero siempre es bueno. Cuando hace calor protege del sol y en el invierno es un abrigo. Es un complemento para la ropa”, dice Adolfo al comenzar el diálogo con El Tribuno.
Adolfo comenzó a trabajar en 1945 en una vieja sombrerería que funcionaba sobre calle Urquiza, al frente del Mercado Municipal. Ahí comienza esta historia. Sebastián y Hugo Sagrispanti le enseñaron este oficio.
Empezó a trabajar siendo un niño, a los 10 u 11 años. No terminó la escuela primaria. “Fui hasta cuarto grado. Hay que reconocer que era medio cabeza dura. No me entraban las lecciones de memoria y no seguí estudiando porque siempre eran las mismas historias de San Martín, Sarmiento, Belgrano (se ríe)”, cuenta Adolfo.
Hoy todavía atiende el negocio y le dedica todas sus mañanas a este oficio que le ocupó la mayor parte de su vida. Trabaja solo por la mañana y a la tarde lo ayuda a coser Ana María, su hija mayor, porque Adolfo ya no ve muy bien. Todos los días le dice a su hija que ella debe ser mejor que él, quizás con el secreto deseo de que su oficio no desaparezca del todo.
De las últimas sombrerías
Es un pequeño negocio en el centro. La sombrerería de Adolfo no precisa más. La gente que llega hasta allí, en calle Tucumán casi esquina Córdoba a veces pide solo planchado, otros limpieza, planchado y cambio de tafilete, el forro y la cinta que llevan los sombreros, o teñido. Adolfo alza los sombreros, los describe, habla de sus materiales. “El sombrero bueno es el de pelo, los otros son de lana”, dice. “Hace mucho tiempo que hago, arreglo, limpio y hecho a perder sombreros”, dice y se ríe. Antes de despedirse cuenta que una vez, la mujer de un cliente le dijo que a su marido no es que los sombreros le queden mal, sino que, después de los 50, cada persona es responsable de la cara que tiene. “Yo casi no tengo arrugas, porque como tengo la plancha prendida todo el tiempo, me la paso de vez en cuando y listo”, bromeó.
Leche fresca, recién ordeñada, todos los días en Cerrillos
LECHERO RODOLFO ANDRADE VENDE LECHE FRESCA QUE EL MISMO ORDEÑA.
Rodolfo Andrade es lechero. Es chileno, y desde 1978 vive en Salta, en la localidad de Cerrillos, donde cada mañana reparte unos 70 litros de leche que ordeña el mismo. Se levanta a la madrugada, a las 3.30, ordeña sus vacas, que están en una finca camino al aeropuerto y hace el reparto hasta las 11.30 o 12 del mediodía. De lunes a lunes hace la repartición en su Renault 12 gris. No descansa nunca, salvo para navidad y año nuevo, desde los últimos tres o cuatro años. “Los oficios tienen algo de esclavizante. En mi caso debo atender a los animales, cuidar que no se enfermen, ser prolijo en los horarios para sacar la leche y salir a repartir la leche todos los días. Pero pienso seguir, si Dios quiere, trabajando en esto por mucho tiempo más. Estoy feliz con lo que hago. Es como un hobbie que me entusiasma porque lo elegí”, dice Rodolfo.
La vida en el pueblo
“El lechero de Cerrillos” tiene clientes fijos, de toda la vida. Algunos chicos que hace muchos años tomaban la leche que el vendía hoy ya están casados, tienen sus hijos y ahora son ellos los que se la compran. En el pueblo todos lo conocen. Tanto que se van formando vínculos fuertes con la gente. “Hay clientes que saben que no van a estar en casa a la hora que salgo a repartir y me dejan la llave debajo de la puerta. Yo llego, abro, les guardo la leche en la heladera y me voy”, relata Rodolfo. Es un poco la vida de los pueblos. Allí los oficios sobreviven mejor. Eso piensa este señor chileno, salteño por adopción.
El dice que la venta ha bajado.
No es lo mismo que hasta hace algunas décadas. Pero le alcanza para vivir y ayudar a sus hijos.
Rodolfo habla con mucho cariño de su trabajo. Dice que los niños que se acostumbran a tomar esta leche no prueban otra, ni en sachet, ni en polvo y que se crían más sanitos. “Se resfrían como cualquiera, pero salen en dos o tres días”, explica.
Pero no es fácil tener un oficio. “Uno debe ser muy constante, saber trabajar, tener buen trato con la gente y, fundamentalmente, sentir amor por lo que se hace”, concluyó.
El encanto de restaurar los autos antiguos
DOS GENERACIONES RAUL Y SU HIJO SAMUEL, EN EL TALLER EN EL QUE TRABAJAN RESTAURANDO AUTOS ANTIGUOS.
“Vivo de esto pero, más que nada, lo hago porque lo disfruto y me gusta mucho. Es una pasión para mí”, resume Raúl.
“Yo me crié acá en el taller. Mis primeros juguetes, de alguna manera, fueron el martillo y las tachuelas”, dice Samuel, su hijo.
Las primeras travesuras de don Raúl Bejarano fueron en un taller de chapa y pintura de autos. Allí pasaba horas y horas jugando, mientras su papá trabajaba. Más tarde se descubrió apasionado por los autos. Un amor que jamas se le fue. Desde adolescente se dedicó a tapizar y restaurar autos viejos y de colección. Hoy don Raúl es uno de los pocos tapiceros que hace este trabajo en el país. “Hay muy poca gente que se dedica a este oficio. En el país somos muy pocos”, dice. Así que tiene mucho trabajo porque los encargos llegan desde lugares en donde este oficio ya desapareció.
El taller está en San Luis al 900. Hace casi 55 años que Don Raúl dedica largas horas de su vida a su oficio, al que el define también como una pasión. Tiene 71 años y recuerda que a los 10 ya sabía coser a máquina. Cuando terminó la primaria su padre le preguntó si quería seguir estudiando o si prefería comenzar a trabajar con él. Raúl, jovencito, decidió acompañarlo en este oficio al que le dedicó casi toda su vida. “Y mientras la salud me acompañe, voy a seguir”, asegura.
El encanto que tienen los autos viejos es algo que aprendió para siempre. Recuerda que lo más elemental de esta tarea lo aprendió en el taller de su papá, donde trabajaban otros dos tapiceros: Vargas y Serraco. El resto se lo dio la experiencia, la lectura y hasta lo que vio en películas de época. Desde los 17 se dedicó casi exclusivamente al tapizado de estos autos.
Raúl piensa que es lamentable que los oficios se estén perdiendo. Cree que eso ocurre por falta de incentivo. “Mucha gente no quiere aprender. En el caso del oficio que yo elegí hay que preocuparse por conocer mucho los autos, hay que dedicarle mucho tiempo a cada detalle hasta que lo "cerebrás bien”, dice Raúl en referencia a un diseño bien pensado. “Vivo de esto, lo disfruto y es una pasión para mí”, resumió.
Un día en el taller
Raúl está trabajando en un auto Ford modelo 35. Mientras hace lo suyo cuenta que tomar un molde para hacer una capota le lleva unos tres días. Las medidas deben ser exactas porque sino uno tira de un lado para colocar los broches y la tela se arruga dando un resultado desprolijo. Cuesta. Raulito, como le dice la gente que lo conoce más, se toma su tiempo. Cuando está cansado hace una pausa y continúa más tarde. Es muy cuidadoso de cada detalle.
También cuesta conseguir los materiales. “A veces hay que ingeniársela”, dice Raúl y agrega: “Es una historia!”. Una historia que va a seguir de la mano de su hijo Samuel y su nieto Darío.
Segunda y tercera generación
En el taller también trabajan Samuel y Darío, hijo y nieto de Raúl. El dice que le encantaría que ellos sigan sus pasos. Le gustaría que aprendieran a hacer la restauración completa de los autos, incluso a trabajar las partes de chapa y madera.
Samuel comenzó casi por necesidad y hoy coincide con Raúl. “Mientras tenga fuerza, voy a seguir con esto. Y Darío, mi hijo, quizás lo haga también, veremos si le gusta”, dice Samuel. “Yo me crié acá en el taller. Mis primeros juguetes, de alguna manera, fueron el martillo y las tachuelas. En ese momento, chiquito, me empezó a gustar todo esto”, cuenta también.
Darío, el nieto de Raúl tiene 24 años. De a poco también se está sumando a esta empresa familiar.