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Por José Armando Caro Figueroa
18 DE Mayo 2013 - 12:20
La muerte de un ser humano alienta expresiones de pesar, provoca elogios (no siempre merecidos) o convoca al respeto y al silencio. El derecho declara extinguida las acciones penales. Sin embargo, estas reglas humanitarias sufren alteraciones en el caso de la muerte de hombres públicos, y son de difícil observancia cuando el que muere es un dictador.
Jorge Rafael Videla, jefe del Ejército, pretextando la lucha contra el terrorismo de civiles enfermos de mesianismo, derrocó el Gobierno -constitucional, pero decadente y sin rumbo-, presidido por Isabel Perón.
Pese a que el dictador fallecido prohijó el asesinato y la tortura, y a que sus delegados en Salta encarcelaron a amigos y compañeros, y me condenaron al exilio, escribo sin odios ni rencores.
Videla instauró un régimen atroz fundado en el desprecio de los derechos fundamentales. Lo hizo desde una precariedad intelectual y una amoralidad con pocos precedentes en la Argentina y en el mundo.
Diciendo defender valores occidentales y cristianos construyó una dictadura que nada tiene que envidiar a las de Stalin o Pol Pot. En realidad, actúo guiado por un mesianismo que autorizaba incluso las formas aberrantes del terror. Nunca tuvo la grandeza de reconocer sus errores y dar razón de los crímenes y su circunstancia.
Preso y solo
Su vida y su muerte tienen dos características singulares: murió preso y solo. Sobre el primer hecho hay que lamentar las inconsecuencias jurídicas que empañaron algunos de los recientes procesos a los que fue sometido en razón de sus crímenes.
Respecto de su soledad política diré que, si bien expresa un cierto arrepentimiento de quienes celebraron al dictador, habla también de la pusilanimidad de la peor derecha argentina incapaz de asumir sus responsabilidades.
La muerte de Videla debería servirnos para reflexionar sobre los efectos indeseables y perversos de las vulneraciones de la Constitución Nacional.
La actual Presidenta debería advertir los peligros del renacido mesianismo que alienta el odio y la división de los argentinos.
Esta idea, que Videla expresó excluyendo del mundo de los derechos a los “corruptos y subversivos”, no puede ser reeditada dividiendo a los argentinos entre “nosotros los buenos” y “ellos los malos”.
Recordar aquellos años de terror y perversión debería alumbrar la coincidencia de que no queremos una nueva dictadura. Ni militar, ni montonera, ni civil.