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Niños aguardan por un plato de comida en la zona sudeste de Salta. Foto: Javier Corbalán.
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1 DE Julio 2018 - 00:00
La pobreza se ha convertido, en las últimas cuatro décadas, en el problema más grave, profundo y difícil de resolver para la sociedad argentina.
El Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la Universidad Católica Argentina informó en estos días que el 48.1% de los niños y adolescentes de entre 0 y 17 años son pobres. Aproximadamente, 8.500.000 menores.
Es imprescindible entender lo que advierten los expertos de calificadas entidades que se han pronunciado sobre el tema en los últimos años: no se trata de establecer un número coyuntural, sujeto a un solo factor económico (como el inflacionario, que es el más frecuente) ni atribuible solo a las políticas de un determinado gobierno. Así lo señalan los investigadores de la UCA, el Instituto de Estudios Laborales y del Desarrollo Económico (Ielde - UNSa), Unicef, la Universidad de San Martín y el Instituto para el Desarrollo Social Argentino.
La inflación es un factor económico generador de pobreza, pero las investigaciones sociológicas coinciden en forma unánime que el problema debe ser abordado más allá de la variación de los precios y observar los factores que confluyen a consolidarla y hacerla crecer. Entre ellos cobran relieve el acceso a una educación que forme profesionalmente a los jóvenes y la capacidad del sistema para generar empleo genuino.
Según el Ielde, el 29,7% de los argentinos vive en la pobreza, pero en los hogares pobres vive el 47,7% de los niños y adolescentes argentinos. La pobreza extrema afecta al 10,8% de los niños y adolescentes. En los hogares de personas desocupadas, vive el 85% de los menores pobres. La situación se agudiza cuando los padres son jóvenes, no completaron la educación media, están desocupados o tienen un empleo informal, o si el adulto a cargo es una mujer.
La UCA estima que el 15% de las familias argentinas, 6,5 millones de personas, reúne bajo un mismo techo a tres generaciones de desocupados. Un espacio donde los menores crecen al margen de la cultura del trabajo como modo natural de subsistencia y acceso al consumo.
La desprotección social expone a los niños y adolescentes a múltiples vulnerabilidades: habitacionales, nutricionales, sanitarias, así como accidentes, explotación, violencia, discriminación y acceso insuficiente a necesidades básicas en lo emocional, intelectual y social. El último informe revela que el 17,6% de los menores argentinos sufre déficit alimentario y que un 8,5% (casi un millón y medio) pasó hambre en 2017.
Nadie puede, entre los dirigentes argentinos, desligarse de alguna responsabilidad de nuestra decadencia social.
En 1975, la pobreza se estimaba en un 4%; en 1983, concluido el gobierno militar, había crecido al 16% cuando en América Latina se acercaba al 40%; en la actualidad oscila en el 30%, mientras en la región se redujo a 29%.
La informalidad laboral, que rondaba el 22% en 1980, está en el 33%. La desocupación, del 6% en 1975, de no mediar las designaciones artificiales en el sector público, llegaría al 17%.
Todos estos datos, de por sí alarmantes, se agravan cuando la investigación pone foco en las localidades más alejadas del NOA y el NEA. En nuestra provincia, los intendentes insisten en que ya no tienen presupuesto para cumplir un rol forzado de distribuidores de empleos y subsidios, que solo son paliativos para un verdadero drama social.
La inclusión de los sectores más postergados y la reivindicación de los derechos de los trabajadores son valores que ocuparon un sitio destacado en la cultura política argentina.
El ideal de la democracia moderna, republicana y representativa, apunta a construir un sociedad equitativa. Hoy, estamos muy lejos de lograrla y la historia reciente nos muestra que desde hace tiempo hemos perdido la brújula.
La meta de "pobreza cero" no es utópica, pero requiere un acuerdo entre todos los partidos porque se trata de un objetivo que requerirá muchos años de trabajo coherente y consistente. No lo alcanzará un gobierno. Exige, en cambio, políticas de Estado consensuadas, adecuadas al mundo actual y, a la vez, con espíritu nacional; orientadas a la educación, al empleo y la producción, con metas y normas que se respeten a rajatabla por todos los gobiernos que se sucedan.